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El paso de la vida estudiantil al mundo profesional no es siempre sencillo; confluyen emociones distintas, se abren caminos opuestos y las dudas nos asaltan como bandoleros a un viajero joven e inexperimentado.

A pesar de nuestra juventud parece que el tiempo corre en nuestra contra y que no podemos permitirnos el lujo de pararnos a pensar ni un instante. Las decisiones demandan una atención constante y exclusiva pero, al mismo tiempo, nos aterra acogernos a una opción equivocada. Yo me gradué el año pasado, con un diploma en una mano y la firme convicción de haber errado en la elección en la otra. Por suerte, conté con ciertas personas que me ayudaron en este tránsito y que me recordaron la importancia de no ser demasiado severa conmigo misma, y ahora me gustaría compartir algunos de sus consejos en forma de reflexión.

Si tienes la suerte de saber realmente lo que te gusta a una edad relativamente temprana quizás no te sientas tan identificado. Pero si has descubierto tu vocación hace poco, en plena semana de exámenes por ejemplo, y no tiene mucho que ver con lo que estás estudiando, que no cunda el pánico. Es muy normal no saber que quiere hacer uno en la vida, a qué quiere dedicar su tiempo y esfuerzo, en especial cuando todavía queda bastante terreno por explorar. Muchos hemos tomado decisiones motivados por razones externas a nosotros; quizá la elección funcionara al principio, pero llega un punto en que la luz del faro se apaga y nos quedamos perdidos, sin dirección. Dentro de nosotros tampoco hay una señal clara, todo se vuelve confuso y los colores se mezclan para resultar en una densa tonalidad opaca y gris. Si alguna vez te has sentido así, todavía te sientes o sospechas que a la vuelta de la esquina de tu elección está el temido “y ahora, ¿qué?”, puede que encuentres útiles las siguientes palabras; al menos a mí me ayudaron a continuar.

En primer lugar, olvídate de las etiquetas y los nombres que tanto pululan de boca en boca, como “perdido”, “frustrado” o -la peor y más fea de todas-, “fracasado”. No son más que piedras en el camino, obstáculos que nos ponemos y que hacen todavía más difícil nuestro avance. Tú, como estudiante o joven trabajador, no te defines por los errores que cometes, sino por las veces que rectificas el rumbo para acercarte más a ti mismo y a la persona en quien te quieres convertir, tanto a nivel humano como profesional. De modo que, al igual que has olvidado todos los tochos que has memorizado como un loro, olvida también esos calificativos.

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Recuerda, en cambio, que lo más importante es el camino y que es normal no tener todo controlado y resuelto cuando todavía acabas de empezar. No es necesario ver el final de la escalera para subir el primer peldaño y, además, tampoco está de más dejarse sorprender. Mientras sigas avanzando, recuerda mirar al frente con confianza, apoyarte en aquellos que admiras y en los profesionales de tu campo que están donde tu querrías estar un día, más adelante, cuando hayas tenido tiempo de llegar.

Por otra parte, si sientes que te has confundido en el rumbo y que el mapa que estás siguiendo no te llevará donde quieres, estás a tiempo de cambiar. Esto puede dar mucho miedo, sobre todo porque muchos se echarán las manos a la cabeza y otros te mirarán de soslayo, aunque aseguren no juzgar. No importa, porque se trata de ti y de tu tiempo-lo más valioso que tenemos-, y tú mejor que nadie sabrás en que lo quieres invertir. La vida y el trabajo resultan muy gratificantes cuando uno, además de esfuerzo, pone el corazón.

De modo que para todos aquellos estudiantes o jóvenes que comienzan a trabajar, mi consejo es el mismo que me dieron a mí otras voces más sabias: la prisa y el miedo no son buenos compañeros; que no motiven tu avance pero que no detengan tus pasos. Piensa en la persona en quien te gustaría convertirte y en lo que esa misma persona podrá dar, cómo podría contribuir al mundo desde su trabajo. De esa forma serás tú quien sostenga el timón y lleve la nave a buen puerto.

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