Siempre comienza con la misma frase: ¿qué vas a estudiar?
Todos los jóvenes hemos escuchado esa pregunta centenares de veces. Algunos tienen claro qué contestar, y otros tiemblan ante esa cuestión pues aún dudan sobre el camino que quieren tomar en un futuro. De pronto, el tiempo vuela y te ves frente al formulario de matriculación de la universidad. Los nervios te hacen dudar un poco, pero finalmente escoges una carrera. Unos días después te notifican que has entrado. ¡Ya eres oficialmente universitario!
El momento ya está aquí y casi no lo has visto venir. Una larga lista de tareas te grita que tienes que buscar piso, rellenar numerosos papeles de inscripción y de becas, viajar a la ciudad universitaria y conocerla para no perderte el primer día… Tantas responsabilidades que ni te dejan tiempo para pensar en el hecho de que en unas semanas ya estarás allí como alumno. Y es la noche antes cuando todo te viene de golpe y apenas puedes dormir.
El lunes da comienzo y te presentas con alguna que otra ojera mientras las piernas te tiemblan sin querer. Acabas de llegar a un mundo nuevo, desconocido. Casi no conoces a nadie, todo te parece llamativo, desconoces el funcionamiento de las clases, no sabes cómo serán los profesores… Sientes vértigo. Un aire frío te recorre por dentro y por un segundo te dan ganas de salir corriendo, pero algo más fuerte te empuja a dar el primer paso, y luego el segundo. Y así hasta que llegas a una de las aulas en la que pasarás alrededor de cuatro años. O quizás te equivoques de clase y minutos después tengas que salir corriendo hacia la correcta.
En ese mismo instante en que te sientas en el aula que corresponde a tu carrera, todos los consejos y las experiencias te pasan por la cabeza, tanto las buenas como las malas. Te concentras tanto en ello, que te asustas cuando alguien que está sentado detrás de ti te saluda. Y es en ese instante cuando de verdad todo comienza: las palabras iniciales, el discurso de apertura de la profesora, los primeros trabajos en grupos, tormentas de ideas, nuevos amigos, fiestas, exámenes, practicar idiomas con estudiantes de intercambio, Erasmus, alguna discusión y risas, muchas risas. Y cuando quieres darte cuenta, ya te has graduado.
Entonces te das cuenta que podrán relatarte mil historias sobre cómo es la facultad, pero al final llegas a la conclusión que la etapa universitaria no se cuenta, se vive. Y se puede experimentar de muchas maneras posibles, y es en ese punto donde difiere la tuya del resto porque sólo tú decides cómo la vives.
El vértigo se esfumará y dará paso a un sinfín de emociones diferentes, tanto positivas como negativas. Centenares de veces llegarás a casa cansado y estresado, pero en mil ocasiones comprenderás que has aprendido muchas cosas nuevas. Pues no sólo es un gran paso a nivel personal y profesional, sino que también lo es a nivel intelectual. Si ya eras una persona curiosa, la universidad duplica esa capacidad. Las clases, los debates, el contacto con tanta gente diferente abre tu mente y te incita a interesarte por cosas nuevas, a desarrollar tu espíritu crítico. Te lleva a reflexionar y cambiar opiniones o hacerlas más sólidas. Te enseña a entender a gente que es diferente a ti, y a comprenderte a ti mismo.
En definitiva, la universidad te hace más fuerte. Vives tantas experiencias y tantas emociones en numerosos aspectos que es imposible no aprender nada de lo que allí sientes. Y es por eso que mucha gente recalca que esa etapa es la mejor de su vida, pero claro, esa es su experiencia. Sólo el que quiera o tenga la oportunidad de experimentarla, podrá verdaderamente juzgarla. Aunque sí hay algo que es garantía, y es que la etapa universitaria es probablemente una de las experiencias más inolvidables de la vida.
Laura Pérez
Graduada en Periodismo
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